En el verano de 1972, mientras el mundo aún se debatía entre dos bloques ideológicos enfrentados, una llamada telefónica cruzó el continente americano con destino a Pasadena, California. El remitente era Henry Kissinger, asesor de seguridad nacional de Estados Unidos. El destinatario, Bobby Fischer, el genio del ajedrez que se negaba a disputar el Campeonato Mundial contra el soviético Boris Spassky. Aquella conversación no solo ayudó a salvar el encuentro: convirtió el tablero en una trinchera simbólica de la Guerra Fría.
Fischer había ganado el derecho a retar al campeón tras una racha de victorias aplastantes en 1971. Primero, derrotó al soviético Mark Taimanov por 6-0, una humillación que provocó represalias políticas contra el propio Taimanov en la URSS. Luego repitió el marcador contra el danés Bent Larsen, considerado uno de los mejores jugadores occidentales. Finalmente, venció al excampeón mundial Tigran Petrosian en las semifinales del Torneo de Candidatos, con un contundente 6.5 a 2.5, rompiendo la legendaria solidez del armenio y asegurando su lugar en el match por el título. Nunca antes un aspirante había llegado al campeonato con semejante dominio.
Pero su comportamiento era impredecible. En lugar de volar a Reikiavik, sede del encuentro, se encerró en Pasadena, lanzando exigencias cada vez más absurdas: aumento del premio, condiciones técnicas, control de cámaras, aislamiento acústico. Mientras Spassky ya entrenaba en Islandia, Fischer desaparecía de los radares. Un periodista islandés llegó a preguntar si alguien tenía “pruebas de que Fischer existía”.
La Federación Internacional de Ajedrez, la Federación Islandesa y el comité organizador intentaron todo para convencerlo. Se ofrecieron premios adicionales, garantías técnicas, incluso incentivos privados. Nada funcionaba. Fue entonces cuando el presidente Richard Nixon pidió a Kissinger que interviniera.
La llamada fue directa y contundente. Kissinger comenzó con humor: “Este es el peor jugador de ajedrez del mundo llamando al mejor jugador de ajedrez del mundo”. Luego, con tono firme, le dijo: “Estados Unidos quiere que vayas y derrotes a los rusos”. Fischer aceptó. La presión diplomática, los incentivos económicos y el orgullo nacional hicieron el resto. Aterrizó en Reikiavik en medio de un frenesí mediático, y el mundo respiró aliviado. Por primera vez en décadas, el ajedrez se convertía en espectáculo global, con implicaciones geopolíticas.
El match fue tan tenso como se esperaba. Fischer llegó tarde a la primera partida y perdió por incomparecencia la segunda. Para la tercera, exigió jugar en una sala de ping-pong detrás del escenario. Los soviéticos, paranoicos, acusaron a Fischer de manipular las sillas con dispositivos electrónicos. Las sillas fueron escaneadas con rayos X. ¿El resultado? Dos moscas muertas.
Spassky, aunque más diplomático que sus compatriotas, comenzó a perder el control del match. Fischer, una vez en juego, desplegó una creatividad y precisión que desarmaron al campeón soviético. La partida número seis fue considerada por muchos como “la mejor jamás jugada en un campeonato mundial”. Spassky, al terminarla, se levantó y aplaudió. Era la rendición simbólica de un imperio ajedrecístico.
Fischer ganó el match por 12.5 a 8.5. Spassky no se presentó a la partida 21 y envió su renuncia por telegrama. Por primera vez en 24 años, el título mundial salía de la URSS. Fischer se convirtió en el undécimo campeón mundial, y el ajedrez en un símbolo de victoria cultural para Occidente.
La intervención de Kissinger no fue solo un gesto diplomático. Fue una maniobra de poder blando que entendía el ajedrez como una extensión del conflicto ideológico. Fischer, con todas sus excentricidades, se convirtió en un héroe improbable. Y Kissinger, en un inesperado facilitador de historia. El tablero, por un momento, fue más que un juego: fue escenario de una batalla silenciosa entre dos mundos. Y todo comenzó con una llamada.
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