Admiración y desconcierto causaba Óscar Castro en quienes lo conocían. ¿En qué consistía el magnetismo inquietante de este jugador de ajedrez, acusado de ser borracho y despilfarrarlo todo, incluso su excepcional talento?
El maestro internacional de ajedrez Óscar Castro murió el pasado 12 de abril en Medellín (2015), a los 62 años de edad. Él hubiera querido pasar inadvertido, y casi lo logra. Pero los genios llaman la atención, aunque no quieran; y a veces justamente la llaman porque no quieren. Uso esa gastada palabra porque no encuentro otra y porque David Bronstein, uno de los más grandes genios del ajedrez del siglo xx, le dijo una vez a Castro: “Usted es un genio”; y porque Leontxo García, apenas se enteró de la muerte de Castro, escribió una nota en El País de España en la que dijo: “Era un genio que nunca quiso ejercer como tal”.
Castro aprendió a jugar tarde en comparación con la mayoría de ajedrecistas y con el estereotipo del niño prodigio. Él decía que se había enganchado al ajedrez a los trece años (“crecí y aprendí a jugar ajedrez entre prostitutas”.) La metáfora adicta es mucho más exacta en este caso de lo que se piensa: como hombre propenso a las propensiones, vivió y murió como un yonqui del ajedrez. Solo quienes han sentido ese llamado irrenunciable de las piezas en el tablero escaqueado pueden comprender cabalmente que alguien sea capaz de entregar ya no horas ni días sino décadas a descifrar las interconexiones y las posibilidades del juego. En pocas e imprecisas palabras: el ajedrez le truncó una carrera en las matemáticas que apenas había iniciado.
En 1969 ganó el Campeonato Nacional Juvenil, y en 1970 ganó el Campeonato Nacional de Mayores. La gente de Antioquia vio algo excepcional en el muchacho e hicieron las gestiones necesarias para mandarlo al Mundial Juvenil en Estocolmo (1969). Allí se clasificó para la ronda final, perdió una interesante partida con Karpov –que luego sería campeón mundial– y le ganó al campeón de Hungría, Andras Adorjan.
Esos primeros torneos en Colombia lo cruzaron con el otro gran bohemio del ajedrez colombiano, Carlos Cuartas, quien murió hace casi cuatro años en Itagüí. Cuartas y Castro fueron amigos desde entonces hasta el final. (Una vez, a punto de empezar la primera ronda del Torneo Internacional de la Feria de Manizales, alguien se le acercó a Cuartas a preguntarle por Castro. Cuartas dijo que habían estado jugando en Cali y que Castro se había quedado bebiendo pero que no demoraría en llegar. Alguien apuntó que Cali estaba muy peligrosa y que los ladrones estaban usando mucha escopolamina y que temía por el destino de Castro. Cuartas lo tranquilizó: “No se preocupe que él llega después de acabar con la escopolamina”.)
Todos los que lo conocieron expresan esa impresión de que Castro, absurdamente, renunció a su destino de gran jugador. Todos, al mismo tiempo, reconocen que fue alguien o algo singular: como esa gente cuya principal obra en la vida son ellos mismos. Cuando Castro estaba conectado con el espíritu del juego era realmente grandioso. Despreocupado hasta lo inconcebible, desapegado de todo lo que a los demás nos enloquece, podía jugar maravillosas partidas en torneos en los que sin embargo le iba mal. Es el caso del Interzonal de Biel, en 1976, en el que quedó de antepenúltimo (puesto 18 de 20), pero les infligió dos impresionantes derrotas a Tigran Petrosian (el noveno campeón mundial y un jugador que tuvo una muy pobre relación con la derrota) y a Efim Geller (un eterno candidato al título mundial y uno de los más grandes jugadores del siglo XX). Petrosian llevaba una racha de varios años sin perder una partida, le ofreció empate a Castro en dos ocasiones pero este lo rechazó, y terminó perdiendo con el colombiano. Cuando se enteró del suceso, “el Terrible” Viktor Korchnoi le hizo llegar a Castro un telegrama de felicitaciones con cien dólares de regalo. (Korchnoi odiaba a Petrosian y a todos los jugadores soviéticos fieles a la línea oficial del partido comunista. En ese momento estaba en Ámsterdam y tres días después defeccionó y se quedó a vivir como asilado político en los Países Bajos, y continuó siendo uno de los mejores del mundo por varias décadas.) En un periódico francés, la partida contra Geller fue reproducida bajo el título “Quand Castro voit longue”, y la partida que le ganó Castro en 1979 al gran maestro islandés Gudmundur Sigurjonsson (una miniatura formidable, según Boris de Greiff, la mejor que había jugado Castro) fue presentada por el British Chess Magazine como “trampa diabólica”. (Boris de Greiff le dijo a Luis H. Aristizábal que esa es la mejor partida “desconocida” que incluyó en su magnífico libro Mil y una partidas de ajedrez.)...